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Porque no hay ser humano sobre la faz de la tierra que no haya aceptado un contrato alguna vez. Aunque no lo llames así. Aunque no lo hayas leído. Aunque no lo hayas entendido.

Los contratos están por todas partes. Invisibles, asumidos, normalizados. Cada vez que haces una compra online, reservas un alojamiento, aceptas unos términos y condiciones sin abrir el PDF, contratas a alguien o dices “vale, me encargo yo de eso” … estás entrando en un contrato. Con o sin firma. Con o sin conciencia. Y, lo más delicado, con o sin consecuencias calculadas.

¿Qué es, jurídicamente, un contrato?

Es un acuerdo de voluntades. Tan aparentemente simple como eso. Pero con un detalle importante: genera obligaciones. Y eso, en derecho, es sinónimo de responsabilidad.
Para que exista, basta con que se cumplan estos ingredientes básicos:

  1. Consentimiento libre y válido (sí, el “yo qué sé lo que firmaba” no suele funcionar como defensa).
  2. Objeto lícito y posible (no, no puedes vender Marte).
  3. Causa real y legítima (tiene que tener un para qué).
  4. Capacidad legal para obligarse (spoiler: no todos pueden).

¿Por qué hay que tomarse en serio los contratos?

Porque obligan. Porque se exigen. Porque hay consecuencias.
Y porque, aunque mucha gente los firme como quien pasa por caja en el supermercado, la realidad jurídica es otra: un contrato puede comprometer tu patrimonio, tu tiempo, tu negocio… o todo a la vez.

Después llegan las sorpresas: “yo pensaba que…”, “esto no me lo explicaron”, “no sabía que lo estaba aceptando”. Bueno. Pues lo aceptaste.

¿Verbales o escritos?

Sí, los contratos verbales existen. Y también existe el riesgo de que luego nadie recuerde lo mismo. Por eso, si tienes algo mínimamente relevante entre manos, ponlo por escrito. No porque lo diga un abogado, sino porque lo exige la lógica.

¿Y si ya he firmado, pero quiero cambiar algo?

Se puede. Todo acuerdo es renegociable. Lo que no es negociable es no dejar constancia del cambio. Si algo se modifica, que quede registrado. No hay peor enemigo del buen entendimiento que un “esto lo hablamos, ¿no te acuerdas?”.

Firmar un contrato no es un trámite. Es una declaración de intenciones con efectos jurídicos.

Y entender lo que se firma no es un capricho legalista: es una forma de autonomía personal.

Así que no, no hace falta ser empresario para tomarse en serio los contratos. Basta con ser persona… y querer decidir sobre su propia vida con un mínimo de criterio.

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